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A primera vista, la tarea central del empresariado es desarrollar una actividad productiva que permita obtener rentabilidades por el esfuerzo, trabajo y recursos invertidos. Para su éxito, se requiere creatividad e ingenio, liderazgo, visión y adaptabilidad a escenarios cambiantes.
Sin embargo, lo anterior no es suficiente, pues la acción del sector privado se enmarca en un contexto social y político que no puede ignorar. Cuando existe inestabilidad institucional, corrupción generalizada, altos niveles de criminalidad y violencia, polarización y fragmentación del debate público, resulta difícil pensar en que va a prosperar y tener éxito la actividad empresarial, como si ella fuera una isla que puede prescindir de lo que la rodea.
Los países latinoamericanos atraviesan serias dificultades en estos aspectos que, lamentablemente, Chile también experimenta. El “caso Hermosilla”, que evidenció cómo las élites habrían influido en el sistema judicial para su beneficio, es una clara demostración de ello. No es casual que, de acuerdo con el índice del Estado de Derecho de la organización civil World Justice Project, Chile haya registrado un deterioro en dos indicadores clave. El país, desde 2015 pasó del puesto 23 al 28 en la medición de ausencia de corrupción, que evalúa la existencia de sobornos, influencia indebida por intereses públicos o privados, y la malversación de fondos públicos u otros recursos. Chile, además, pasó del puesto 32 al 41 en la medición de calidad de la justicia civil, que evalúa si estos sistemas judiciales son accesibles y asequibles, y si están libres de discriminación, corrupción e influencia indebida por funcionarios públicos.
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