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La semana pasada, el gobierno de Donald Trump hizo un despliegue significativo de activos navales estadounidenses en el Caribe, con lo que aumentó su apuesta en la confrontación con Nicolás Maduro, el dictador de Venezuela.
En los últimos 15 meses, el gobierno estadounidense ha aplicado una estrategia de “máxima presión” sobre el régimen de Maduro con la esperanza de que se produzcan fracturas entre los altos mandos de las fuerzas armadas venezolanas, el principal bastión del apoyo del dictador, y así se desencadene un retorno a la democracia. Sin embargo, a medida que el coronavirus acecha al mundo, el inoportuno despliegue militar se suma a una serie de decisiones relevantes pero erráticas en la política de Estados Unidos hacia Venezuela.
El despliegue se produjo inmediatamente después de dos medidas muy importantes en esa estrategia: las acusaciones penales contra Maduro y varios de sus colaboradores más cercanos y el anuncio, por parte del secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, de un plan de transición democrática. Por separado, muestran el compromiso del gobierno de Trump por derrocar a Maduro. En conjunto, revelan confusión sobre la mejor manera de hacerlo.
En estos momentos, la pregunta es hasta qué punto está preparado Estados Unidos para avanzar con una estrategia que, hasta ahora, ha dado pocos resultados tangibles y tal vez esté empeorando la situación para los venezolanos.
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