La pequeña oportunidad de Venezuela
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Acaso lo más notable de la abrumadora victoria de la oposición venezolana el 6 de diciembre sea la sorpresa generalizada con que la hemos recibido. En cualquier democracia normal, cuando un gobierno es responsable de una gigantesca recesión económica, una inflación desbocada, un endémico desabastecimiento de los productos más básicos y un colapso de la seguridad ciudadana, solo cabe esperar un monumental castigo en las urnas.
Venezuela, claro está, no es una democracia normal. Es un país que durante década y media ha visto desvanecer la separación de poderes, la subordinación militar al poder civil, la libertad de prensa y el derecho de disentir, entre muchos rasgos torales de la democracia. La victoria de la oposición no es la manifestación de las virtudes de la democracia venezolana, sino la oportunidad de reconstruirla sobre las bases de la tolerancia, el pluralismo y los principios republicanos, desdeñados sistemáticamente por el chavismo.
La victoria de la oposición no es la manifestación de las virtudes de la democracia venezolana, sino la oportunidad de reconstruirla sobre las bases de la tolerancia, el pluralismo y los principios republicanos.
Si esa oportunidad existe es por dos razones. En primer lugar, porque el proceso de demolición institucional desatado por Hugo Chávez en 1998 no alcanzó a extinguir, aunque sí a maltratar, el elemento más irreductible de la democracia: el sufragio universal y secreto. Pese a las condiciones amañadas en que se celebran los comicios en muchas partes, el sufragio universal y secreto es el instrumento más poderoso jamás inventado para repartir poder y controlarlo. No es, como todavía lo afirma la izquierda más rancia, una formalidad burguesa. Es poder real, capaz de cambiar la correlación de fuerzas en una sociedad.
Existe esta oportunidad, también, porque la oposición – particularmente la extraordinaria Lilian Tintori — fue capaz de movilizar apoyos internacionales sobre la base de una verdad incontrovertible: esta fue la primera elección en mucho tiempo en América Latina en la que el término “preso político” fue parte de la conversación. En su demanda de transparencia en el recuento de votos, esas voces – notablemente la del Secretario General de la OEA, Luis Almagro, y las de los seis ex presidentes latinoamericanos que presenciaron la elección—fueron suficientes para compensar la ausencia de observadores internacionales creíbles.
Venezuela necesita desesperadamente un acuerdo nacional que corrija sus desbalances fiscales y cambiarios y proporcione seguridad jurídica a la inversión privada, única vía para crecer en forma sostenible. Para ser viable, ese acuerdo deberá, hasta dónde se pueda, proteger y hacer sostenible la red de servicios sociales creada por el chavismo, purgándola del grotesco clientelismo que hoy la define.
Que este resultado conduzca a la estabilización de Venezuela y a su renacimiento democrático dependerá de que ambas partes comprendan que ninguna de la dos está en capacidad por sí sola de contener un colapso económico y social inminente, y que detener ese proceso es la tarea más urgente. Venezuela necesita desesperadamente un acuerdo nacional que corrija sus desbalances fiscales y cambiarios y proporcione seguridad jurídica a la inversión privada, única vía para crecer en forma sostenible. Para ser viable, ese acuerdo deberá, hasta dónde se pueda, proteger y hacer sostenible la red de servicios sociales creada por el chavismo, purgándola del grotesco clientelismo que hoy la define.
Para ello, es crucial que el oficialismo entienda que si la elección dejó un solo mensaje es que el chavismo ya no es un proyecto mayoritario, mucho menos hegemónico. Esa pretensión – central en el discurso chavista — ha quedado irreparablemente dañada. Reincidir en las triquiñuelas para privar de contenido al triunfo de la oposición sería suicida en un país que de manera abrumadora ha rechazado las consecuencias de ese proyecto y las atribuye al gobierno y no a los villanos de ocasión invocados por el Presidente Maduro.
La oposición, por su parte, deberá comprender que el chavismo continuará contando con la lealtad de un porcentaje considerable de la población venezolana, que a veces le alcanzará para ganar elecciones y siempre para volver el país ingobernable. Cualquier pretensión revanchista debe ser abandonada. Esto implica, en particular, renunciar a la idea de promover inmediatamente un referéndum revocatorio contra el Presidente Maduro. Ese camino, cundido de obstáculos legales (como la obligación de recoger 4 millones de firmas en 3 días), sometería al país a una tensión política que su precaria situación económica no está en condiciones de resistir.
Venezuela está muy cerca del abismo. Ahora cuenta con una pequeña oportunidad para cambiar el rumbo. No es mucho, pero es más de lo que tenía antes del 6 de diciembre.
Si todo esto suena improbable, es porque lo es. El liderazgo político responsable ha sido una flor exótica en Venezuela desde mucho antes de la llegada de Chávez. Más probable, tristemente, es que este resultado conduzca a una enorme colisión política, que acabará por ser arbitrada por el poder militar. Si eso ocurriera, Venezuela se condenaría a un colapso económico, a una ruptura democrática y a una explosión social mucho peor que la vista en 1989. Evitarlo es una responsabilidad de los líderes venezolanos, pero también de los gobiernos de la región, que padecerían los efectos de ese desenlace. Si antes no tuvieron el valor de exigir respeto a principios cardinales de la democracia, quizá ahora puedan expiar sus culpas promoviendo el impostergable diálogo político en Venezuela.
Venezuela está muy cerca del abismo. Ahora cuenta con una pequeña oportunidad para cambiar el rumbo. No es mucho, pero es más de lo que tenía antes del 6 de diciembre.