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Hace más de un año, mientras Donald Trump lanzaba una de sus ya habituales diatribas llena de insultos y falsedades, le pregunté a un amigo argentino si había escuchado un discurso tan agresivo de un funcionario público antes. “Seguro”, me respondió, “pero nunca en inglés”.

En efecto, el presidente de EEUU es muy distinto a sus antecesores (tanto republicanos como demócratas) en temperamento y lenguaje. Para muchos el estilo de Trump recuerda al de líderes latinoamericanos como Juan Perón y, más recientemente, Hugo Chávez. Aunque hacer comparaciones siempre es riesgoso, es difícil ignorar las similitudes, incluyendo el desprecio a las instituciones democráticas, el culto a la personalidad del líder, y la visión de confrontación de “nosotros contra ellos”.

A pesar de estos puntos de contacto con el fallecido líder bolivariano, Trump ataca al régimen venezolano de Nicolás Maduro con una beligerancia salida de la guerra fría, incluyendo sanciones y la posibilidad de una intervención armada. John Bolton, el asesor de seguridad nacional de Trump, dio un discurso en Miami (¿Dónde más?) en el que apuntó contra la “Troika de la Tiranía” en la región, incluyendo a Maduro en Venezuela, Raúl Castro en Cuba, y Daniel Ortega en Nicaragua. La amistad de Trump con otros líderes autoritarios, incluyendo al ruso Vladimir Putin, no parece extenderse a América Latina.

Más allá de esta curiosa (y selectiva) preocupación por las dictaduras, nada indica que el gobierno estadounidense tenga una estrategia coherente hacia América Latina, ni voluntad para trabajar con la región en la resolución de problemas comunes. Este enfoque miope es desafortunado, y ya está empujando a los gobiernos latinoamericanos a reforzar sus vínculos con otras potencias externas. 

El enfoque de EEUU hacia América Latina siempre ha estado marcado por la política doméstica estadounidense, pero nunca al extremo que se llegó bajo Trump. Por ejemplo, la importancia excesiva que el presidente le da a México desde su primer discurso como candidato (donde llamó a los inmigrantes mexicanos criminales y violadores), se debe a la importancia que tiene el vecino del sur para dos temas clave de la campaña que llevó a Trump a la Casa Blanca: comercio y, especialmente, inmigración.

En materia comercial, forzó una renegociación del NAFTA con México y Canadá después de meses de amenazas. La firma en diciembre de un nuevo acuerdo (llamado USMCA en inglés) no trajo cambios trascendentales, pero le dio una victoria política a Trump. En cuanto a la inmigración, el presidente estadounidense insiste con su irritante propuesta de construir un muro en la frontera con México mientras implementa una política de mano dura contra los migrantes de origen centroamericano que intentan alcanzar territorio estadounidense para pedir asilo, incluyendo los exagerados ataques de Trump contra la reciente caravana de migrantes de Centro América. Manteniendo la atención sobre estos asuntos Trump sigue movilizando a su base de votantes y les demuestra que está decidido a cumplir con sus promesas de campaña.

Mientras que los insultos y comentarios racistas de Trump contra los mexicanos han generado tensiones entre los dos países, es destacable la moderación con la que reaccionó el gobierno de México, primero bajo Enrique Peña Nieto y ahora con el más nacionalista Andrés Manuel López Obrador. Sin dudas se han dañado lazos de cooperación y confianza construidos desde hace más de 25 años entre ambos países, pero México intentó astutamente acomodar las demandas de Trump sin generar un enfrentamiento que perjudicaría a todos. A pesar del estilo desconcertante de Trump, muchos gobiernos de la región (fuera de la citada Troika) parecen seguir el mismo camino pragmático para lidiar con el presidente de EEUU.

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Lea el artículo completo en La Revista Ideele.

The Inter-American Dialogue Education Program

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