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Algún día, alguien escribirá la historia completa y objetiva sobre el Tratado de Libre Comercio entre Colombia y Estados Unidos, aprobado finalmente por el Congreso el pasado 12 de octubre. (Los acuerdos con panamá y Corea del Sur también pasaron).
Para Estados Unidos, la historia no es feliz. Refleja una nación y un sistema político que desafortunadamente está enredado, con poca capacidad para avanzar sus propios intereses.
Por cierto, hay motivos para dar la bienvenida a la aprobación del acuerdo, a pesar de que el proceso se prolongó vergonzosamente. Es probable que el acuerdo arroje beneficios económicos positivos para Colombia y los Estados Unidos. Estos beneficios, sin embargo, serán más modestos que los que los campeones del pacto han proclamado. Como en todos los acuerdos comerciales, habrá perdedores y ganadores. Más importante que las ganancias económicas son las ventajas políticas y estratégicas de largo plazo para ambos países.
Sin embargo, es difícil celebrar este momento. El acuerdo debería haberse aprobado hace cinco años, después de haber sido firmado por los presidentes Uribe y Bush, y posteriormente aprobado por el Congreso colombiano. Y debería haber sido aprobado por las razones correctas -perseguir una agenda comercial razonable y consolidar una relación bilateral estrecha y de larga duración-.
En cambio, Colombia con frecuencia se convirtió en un balón de fútbol político atrapado en batallas triviales entre demócratas y republicanos, el Ejecutivo y el Congreso. Aunque los republicanos estaban más a favor que los demócratas del acuerdo, ambos partidos tienen cierta responsabilidad en tan prolongado impasse.
Como lo descubrieron muchos colombianos cuando llegaron a Washington para exponer sus argumentos a favor o en contra del acuerdo, el debate tuvo poco que ver con los méritos del acuerdo, o los intereses de E.U. en Colombia. Tenía todo que ver con agendas estrechas y juegos políticos.
Los partidarios del pacto comercial, en el Congreso de los E.U., así como los presidentes Bush y Obama, merecen crédito. Con más de 9 por ciento de desempleo, y el público en E.U. cada vez más preocupado por la globalización, las condiciones eran poco favorables. Al final, sucedió lo correcto, y con el apoyo bipartidista poco frecuente.
Sin el acuerdo (y el de Panamá, también) hablar de cualquier alianza o sociedad entre Estados Unidos y América Latina sería para reírse, y sin el tratado el presidente Obama habría estado sumamente incómodo en la Cumbre de las Américas, a realizarse en abril próximo en Cartagena.
Es tentador interpretar la aprobación del pacto como un paso en revigorizar la agenda comercial y el compromiso de E.U. con América Latina. Pero no hay indicios de que sea así. Por el contrario, el Congreso de los E.U. trabajó en una agenda incompleta, que había comenzado con el Nafta en 1993 y la Cumbre de las Américas en Miami en 1994.
Afortunadamente, el pacto fue aprobado, pero el hecho de que el resultado podría haber sido diferente -y que los políticos demostraron ser tan miopes- no es tranquilizador.
En Colombia, la pregunta es si un país que se encuentra en buen momento, seguro de sí mismo y con una ambiciosa agenda, está preparado para aprovechar la oportunidad brindada por el acuerdo. En los Estados Unidos, la cuestión es si el acuerdo será seguido por más acción en la cooperación económica -o más parálisis política-.