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La relación entre Nicaragua y Rusia se resume en un juego de personalidades autoritarias con ilusiones de grandeza. Daniel Ortega, un animal político primitivamente autoritario, está obsesionado con entregarse a Rusia y Vladimir Putin, como una necesidad existencial. Mientras tanto el dictador ruso acepta el cortejo del dictador criollo para alimentar su ego, su perenne lucha, anacrónica, por recobrar lo que no existe, una nación que perdió décadas atrás su silla imperial. Y de paso aprovecha el uso del territorio nicaragüense como una plataforma para promover la inestabilidad regional.
La relación con Rusia es prácticamente unidireccional, de subordinación, y se construye con el apoyo del ejército de Ortega, la policía de Rosario Murillo y los empresarios de la élite del clan familiar. Es una relación estratégica para Ortega y una asociación oportunista para Putin.
Alrededor de Rusia, Ortega está obteniendo la subordinación táctica del ejército, control social con tecnología y ‘pedagogía’ rusa, alineamiento geopolítico, y un parasitismo mercantilista del clan económico del régimen.
Nicaragua ha suscrito al menos 15 acuerdos con Rusia, los primeros dos fueron de cooperación firmados durante el gobierno de Enrique Bolaños para formalizar relaciones entre países. Cuatro años después desde que Ortega se apoderó del control político, se han firmado al menos 13 acuerdos más.
Para Ortega, Rusia refleja la ilusión de un modelo imperial socialista que nunca existió, pero lo asocia con la guerra fría y la Unión Soviética como el único Estado que estaba en aparente paridad frente a Estados Unidos. Al final, las cartas mostraron que no existía tal paridad, más bien una nación esclavizada y empobrecida: un país con una población equivalente a la mitad de Estados Unidos, pero 11 veces menor que la economía de ese país. Pero Ortega sigue viendo en Rusia, el imperio que se enfrenta al imperio estadounidense y sus órdenes de rendirle soberanía a Rusia se traducen en varios ámbitos.
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