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Nicolás Maduro y sus aliados se encuentran en una encrucijada: continuar usando la violencia para aferrarse al poder o negociar una salida. Es probable que las circunstancias empeoren en vez de mejorar. Sin embargo, el desenlace de una dictadura pura y dura no es inevitable. Es en el mejor interés de Estados Unidos y los países de la región trabajar con la oposición venezolana unida para asegurar una transición de poder en los próximos meses.

Desde la elección del 28 de julio, el régimen de Maduro ha recurrido a su estrategia probada de represión y engaño. Ignorando las demandas internacionales de transparencia, Maduro no ha respaldado ni su alegación de un “ataque terrorista” al sistema electoral ni los resultados oficiales que lo declararon presidente. Lo que hizo fue involucrar al Tribunal Supremo, que carece de independencia y facultades para revisar los resultados electorales. La validación por parte del tribunal de los dudosos resultados del también desacreditado Consejo Nacional Electoral es un claro ejemplo del uso de instituciones antidemocráticas para intentar legitimar el fraude electoral.

La respuesta de Maduro ha sido brutal, como era esperable de un régimen implicado en crímenes de lesa humanidad. Desde las elecciones, más de 20 personas han sido asesinadas, cientos han sido detenidas y otras han desaparecido o sido víctimas de abusos. El gobierno está trabajando activamente para sofocar el apoyo popular a la oposición. Esto incluye amenazas a través de redes sociales, anulación de pasaportes y desplegar grupos armados progubernamentales para intimidar a los barrios de bajos ingresos que anteriormente apoyaron al régimen.

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