Los sistemas eléctricos están en plena transformación. La electrificación de la demanda, la irrupción de fuentes renovables y el abaratamiento de nuevas tecnologías están reconfigurando la forma en que producimos, transportamos y consumimos energía. Pero esta revolución energética no llega sin desafíos: las redes, el planeamiento y la forma de operar los sistemas deben adaptarse a un nuevo escenario, más incierto, más interconectado y profundamente afectado por el cambio climático.
Durante décadas, nuestros sistemas eléctricos funcionaron bajo un modelo hidrotérmico: centrales hidroeléctricas y térmicas que en su operación acompañaban la demanda, como quien abre o cierra una canilla. Pero hoy el panorama cambió. Las fuentes renovables —como la solar y la eólica— ganaron competitividad, y los mercados están llamados a priorizarlas sustituyendo gradualmente a las tecnologías fósiles. Sin embargo, estas nuevas fuentes tienen una particularidad: no se pueden encender o apagar a voluntad. Dependen del viento, del sol, del agua… y esos recursos naturales son cada vez más variables.
Esto implica una transformación de fondo. Hay que repensar la planificación, rediseñar los mecanismos de operación y mitigar los nuevos riesgos. ¿Cómo garantizar el suministro si el viento no sopla o el caudal de los ríos baja? ¿Cómo adaptar las inversiones de infraestructura ante una mayor incertidumbre?
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