¿Pueden los países verdaderamente democráticos asumir un liderazgo regional, con autoridad política y moral para plantear salidas a la corrupción?
Mientras las preparaciones de la VIII Cumbre de las Américas continúan, parece contradictorio, paradójico e incluso iluso, que los jefes de Estado debatan la “gobernabilidad democrática frente a la corrupción”. América Latina y el Caribe se encuentran en una de sus peores etapas de la historia reciente en que la credibilidad y legitimidad de sus gobiernos es muy cuestionable.
La sede misma de esta cumbre es el hogar de cinco expresidentes presos (Fujimori, Humala) o investigados (Toledo, García, Kuczysnki). Como el Papa Francisco dice “¿Qué le pasa a Perú que cada presidente lo meten preso?”Pero el problema no para ahí, la lista es vergonzosa.
Brasil y su crisis de corrupción e inseguridad ponen de relieve que el Estado de Derecho ha estado subordinado a otras prioridades y visiones de mundo de las cuales ni la izquierda ni la derecha se han escapado. Ni los líderes de México o Colombia pueden darle la cara a sus electores con la certeza que les aprueben su rendimiento, ya sea por su apuesta a reducir la corrupción y la violencia, o por la construcción de la paz y la justicia transicional.
Este es el entorno en el que a Maduro se le retira la invitación, porque el gobernante de Venezuela sí está haciendo peores cosas que los otros países. Sin embargo, la dimensión hemisférica del mal estado de la justicia, del deterioro de la inseguridad ciudadana, del poco desarrollo social, de la emigración internacional por razones de fragilidad estatal, pone en relieve que esta cumbre debería ser postergada para un mejor momento en la región.
En medio de este clima, el presidente Trump, a través de su vicepresidente e hija, cuya imagen política y política exterior hacia las Américas no es la mejor en este momento, planteará un discurso controversial.
Desafortunadamente, los líderes latinoamericanos tienen poco que defender ya que su capital moral y político está desgastado.
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