El regreso de la derecha al poder en Chile con el segundo gobierno de Sebastián Piñera el año 2018 se analizó como un fin de una etapa, el regreso de la derecha latinoamericana junto con Macri en Argentina, Duque en Colombia y PPK en Perú. La principal amenaza durante las elecciones presidenciales en Chile fue el camino hacia “Chilezuela”, es decir hacia el descontrol, la violencia, la crisis y sobretodo el estatismo galopante y la corrupción.
Así, Piñera ganó las elecciones con una agenda que algunos llamaron de “desalojo” para ejemplificar los cambios respecto a los lineamientos que intentó instalar Bachelet durante su segundo gobierno. En el mundo no hay segundos gobiernos buenos y en Chile esto no ha sido una excepción. Si bien Michelle Bachelet ganó las elecciones el año 2014 con propuestas de cambio constituyente, aumento de beneficios sociales y reformas a los sistemas de salud y pensiones; sus logros fueron limitados.
Piñera, por su parte, inició su segundo período ofreciendo “tiempos mejores” y en muchos sentidos contra reformas a los cambios que se habían implementado previamente, especialmente en lo laboral y tributario. La sensación de victoria nubló el análisis del gobierno y sus equipos que caminaron de forma poco estratégica en un camino marcado por la construcción de un legado internacional (ejemplos de eso se pueden observar en el Grupo de Lima, así como el liderazgo para la APEC y COP25 que se realizarían en Santiago).
Pero el frente estaba claramente débil en lo interno y son cinco las dimensiones que hoy vale la pena reiterar, no sólo para entender los motivos del estallido social, sino también su posible desarrollo en los meses que vienen. Primero, la población está cansada, agobiada, endeudada y sobrevive bajo la promesa de ser clase media cuando en realidad ha logrado pasar la línea de la pobreza con enorme esfuerzo y limitada sostenibilidad. Los datos son inequívocos, la mayoría sobrevive y enfrenta enormes barreras para lograr una calidad de vida digna. Segundo, en la última década las instituciones que mantenían alta confianza ciudadana han implosionado por escándalos de corrupción en el caso de militares y policías, así como pedofilia, abusos sexuales en la iglesia católica. Aquello que parecía agrupar el valor de lo institucional ha desaparecido y en un muy breve tiempo pasamos de creer que Chile era un país sin corrupción, con instituciones fuertes; a caracterizarlo por altos niveles de impunidad que se vieron de forma repetida en cada uno de estos casos.
Tercero, la política no contaba con apoyo ciudadano. Hace mucho tiempo que en Chile votaba menos de la mitad de la población en elecciones que parecían un acto performativo para la redefinición de los rostros que ocupaban las butacas del poder. Rostros que no cambiaban, pero se intercambiaban los lugares pasando rápidamente y sin mayor problema de ministros a representantes de las áreas que habían sido reguladas por sus ministerios y viceversa. La clase política se consolidó, pero a costa de ser pequeña, cercana, casi familiar. Situación que a su vez la distanció de la ciudadanía que los empezó a relacionar con privilegios, corrupción e impunidad.
Cuarto, al parecer la competencia del mercado era una fantasía. La información disponible en los últimos años ha evidenciado múltiples mecanismos de colusión de empresas diversas que arreglaban precios impactando en los bolsillos de todos los chilenos de forma sistemática, indolente y brutal. Los ejemplos son muchos, pero hay un elemento común en los resultados: la impunidad. Nos dimos cuenta que en Chile no todos los delincuentes van a la cárcel. El doble discurso, la impunidad se instaló en la frustración de millones.
Quinto, un nuevo Chile está en formación, pero ha sido poco escuchado. El nuevo Chile tiene rostro joven y tiene mucho menos miedo a expresar su descontento, tiene mucho más capacidad de saltar las barreras de lo considerado “políticamente correcto”, no ha ejercido el voto casi nunca y por ende la democracia le parece algo ajeno, ha visto a sus padres/madres/abuelos/abuelas trabajar sin descanso esperando construir una mejor calidad de vida, reconoce y vive las desigualdades de todo tipo, las discriminaciones, el abuso policial, el divorcio con la política representativa.
Las calles se han llenado de chilenos y chilenas que exigen cambios, no sólo por la desigualdad y el sueño casi inalcanzable de un progreso basado en los logros individuales, sino también por la sensación de maltrato, la percepción de abuso, la evidencia de discriminación y las múltiples señales de impunidad. La violencia que se ha notado en múltiples facetas es de difícil interpretación y estamos aún en el medio de la turbulencia para entender cuál será el camino por seguir. Solo una cosa es clara, no hay vuelta atrás.