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Para muchos latinoamericanos, el presidente Carter fue el mandatario que mejor logró armonizar los valores democráticos del pueblo norteamericano con los principios y acciones de la política internacional de Estados Unidos.
En distintos momentos de mi vida política pude apreciar directamente sus virtudes. La primera vez, después del golpe militar en Chile y mi prisión política, cuando inicié mi exilio obligado retornando a la Universidad de Harvard, relaté mi experiencia a varios amigos que después trabajarían cerca del presidente Carter. Conocedor del tema chileno e impactado con el asesinato en 1976 del ex canciller de Chile Orlando Letelier, en Washington, por un comando de la dictadura, Carter actuó con firmeza, confrontó a Pinochet, lo condenó en distintos organismos internacionales, ordenó medidas de protección a los derechos humanos de chilenos y latinoamericanos, y se aceleraron las investigaciones del FBI. Cambió radicalmente la lógica de la administración Nixon. Su periodo fue un paréntesis esperanzador pues, con Reagan, se volvió a una política internacional similar a la de Nixon.
La entrega del Canal de Panamá a su pueblo fue una demostración de confianza hacia América Latina y de unidad de las Américas.
Años después tuve la oportunidad de acompañarlo en una misión de observación de las elecciones en Palestina del Centro Carter. Entonces yo era senador en Chile y me impactó su capacidad de buscar caminos de paz y de generar respeto y confianza de todos los participantes por su honestidad y seriedad. Esas funciones lo engrandecieron.
En 2014, estando yo en el Diálogo Interamericano en Washington, tuve la ocasión de compartir con él en un encuentro de homenaje a uno de sus asesores cercanos, Robert Pastor, mi amigo, a quien aquejaba una enfermedad incurable, y Robert pereció poco después. Entonces pude apreciar el cariño del presidente Carter por sus colaboradores y su calidez humana —poco frecuente en política—, lo que a mis ojos elevaba aún más su estatura moral.
Para muchos de nosotros, Carter es un símbolo del liderazgo democrático en quien los latinoamericanos podíamos confiar. Lo reafirmó en 2024, en sus últimos minutos de vida, ante el fraude electoral de Maduro en Venezuela. Por todo eso considero que su impronta es inolvidable.