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Parecía una escena surgida del realismo mágico, pero era una reunión de cancilleres de la OEA. Fernando de Trazegnies Granda, Marqués de Torrebermeja, Conde de las Lagunas y canciller del presidente peruano nacido en Japón, Alberto Fujimori, había recibido una misión no muy compatible con sus títulos de la nobleza española: convencer a 34 cancilleres de las Américas que la democracia peruana gozaba de buena salud. En el contexto democrático de Latinoamérica, Fujimori era la excepción.
Había llegado al poder por la vía democrática en el año 1990, derrotando en segunda vuelta al Premio Nobel Mario Vargas Llosa, pero muy rápidamente su inexistente vocación democrática quedó en evidencia. En menos de una década, Fujimori había transformado a Perú en una dictadura, con ocasionales pinceladas democráticas que facilitaban el autoengaño de la comunidad de países americanos, siempre predispuestos a evitar conflictos diplomáticos, aún en perjuicio de la democracia y los derechos humanos. Para el año 2000, la democracia peruana era el título de un libro sobre masacres, corrupción, censura, persecuciones, injusticia, discriminación, etc.
Durante la reunión de cancilleres en Windsor, Canadá, la OEA tenía la oportunidad de encausar el rumbo de Perú. Pero como era de esperar, la defensa de la democracia fue decididamente apática. El Marqués, Conde y canciller peruano, colmó el salón con acusaciones de intervencionismo en asuntos internos y logró el apoyo de la mayoría de los países, muy particularmente del canciller venezolano José Vicente Rangel, que comenzaba a ver a su propia Venezuela reflejarse en el mismo espejo.
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